Carlos Alba - Fotografía
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Kontor

El Kontor de Bergen era una ciudad en sí misma, con unos mil habitantes estables.

Pero era un mundo de hombres.

Quienes optaban a un puesto de trabajo en este lugar debían permanecer solteros y mantenerse así durante los seis años estipulados en el contrato.

Cada casa-almacén contaba con un jefe, un capataz y varios operarios o aprendices.

El jefe y el capataz ejercían un fuerte control sobre los operarios, a los que no enseñaban nada que no fuese imprescindible para su trabajo,

para que no aprendiesen demasiado y pensaran en hacer las cosas por su cuenta.

Por desagradables experiencias previas, estaba totalmente prohibido encender fuego en el interior de las casas, ni si quiera una vela,

por lo que las oficinas daban necesariamente al exterior, para aprovechar la luz tamizada por las cristaleras.

Para hacer la comida o para reunirse por las tardes había unos pequeños edificios de piedra en la parte trasera, donde podían beber cerveza, jugar a juegos de mesa o charlar.

Esos eran los únicos lugares calientes durante el invierno.

Todos los comerciantes que llegaban a Bergen debían pasar obligatoriamente por el Kontor, alojarse en Bryggen y aceptar sin reservas las normativas vigentes.

Traían, sobre todo, cereales, aceite, vinagre y herramientas; y se llevaban lana, pieles, mantequilla y, especialmente, pescado seco (unas sesenta mil toneladas al año), mayoritariamente, bacalao llevado hasta allí desde las islas Lofoten.

Este pescado era un producto muy demandado en toda la Europa católica, sobre todo para ser consumido en las fechas de abstinencia cuaresmal.

A cambio, Noruega recibía los productos que más necesitaba que les llegaban principalmente de Inglaterra y el área báltica.


Manuel Velasco (Territorio Vikingo, 2012)

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